43. Amor miserable: definición (engaño).

por Itzia Rangole.

Ninguna criatura es completamente dueña de su propia vida: dependemos de otros para nacer, para criarnos, alimentarnos, educarnos, guiarnos y servirnos. Sin embargo, se llega a un punto en la existencia en donde se elige disponer de la propia vida a placer y voluntad, en donde ignorando consecuencias, la persona se escabulle tan magistralmente de la realidad, que aun estando completamente loca, logra pasar todavía por un ser humano decente y funcional. Se llega a un punto en la existencia donde cada individuo se entrega al amor miserable.

Todos conocemos ese tipo de amor. Ya sea porque lo hemos escuchado, leído, visto o intuido. Si no conocemos al amor miserable por alguna de estas formas, entonces lo hacemos por una razón más sencilla: lo hemos padecido. Y si hemos jugado su juego, sabemos que nos hicieron sufrir o fuimos nosotros el verdugo o, después de algún tiempo de experiencia, ambos (disfrutándolo). El amor miserable: tan sutil que no hace daño aparente pero mata poco a poco el alma. O la congela.

Amor miserable: malos amores, amores traicioneros, amores perdidos, olvidados, mal agradecidos; amores que nos hicieron soñar y después, como es su costumbre, nos trituraron licuando nuestras entrañas aderezadas con nuestro corazón e hígado, mezclados con la mitad de nuestro cerebro adormecido. Amores de drogas y luto. Amores definidos como malas decisiones. Amores que se fueron, que no se lograron. Amores por los cuales mataríamos, amores que nos asesinaron. Amores que no nos atrevemos a decir, que no se pueden decir, que nunca se dijeron. Amores que murieron en la mirada; que nunca fueron, que no son, que nunca serán. Amores que nos robaron el aliento; amores tormentosos, sedientos, sangrantes. Amores del amor miserable.

Pero, ¿por qué el ser humano padece – y los hay que son asiduos – a este tipo de amor? ¿Por qué nos adentramos en una espiral dañina en todas sus manifestaciones y a veces combinaciones grotescas: eros, storgé, philia y ágape? ¿Por necedad, casualidad, placer, negligencia, ignorancia, inconsciencia o gusto?

Sin importar en qué período de la Historia nos ubiquemos cuando el amor miserable se manifiesta, destroza.

Helena era reina, esposa, madre y orgullo de un pueblo, pero también Helena era de ella misma y se entregó a Paris. El cual, a su vez, guiado por el amor, entregó la vida de su hermano y la vida de toda una nación. Si hay una amante miserable en la historia – real o ficticia – que encarna todo lo hermoso y violentamente seductor y demoledor que puede ser el amor, esa es Helena de Troya. La cual después de que su amante es destruido, regresa a brazos de su esposo Menelao jurándole a este que, durante todo este tiempo, su corazón únicamente vibró cuando escuchaba las tropas de los aqueos acercarse a los muros troyanos.

Todo fue culpa – alegó Helena – de Afrodita que la había hechizado haciéndola creer que amaba a Paris, cuando su corazón únicamente había pertenecido a Menelao. Todo fue culpa, mi amor – dijo Helena para sí – de una entidad divina de cuya existencia no tenemos ninguna certeza y que muy probablemente jamás conocerás en tu corta vida, créeme mi amor. Y él que ya había librado una guerra de más de nueve años por ella, la acepto de nuevo en sus brazos: porque ese es el truco del amor miserable, peleas para detenerlo y después te sabe agrio. Pobre de Helena, la mujer más astuta del mundo, no debió de tener buenas noches de alcoba cuando regresó a la casa de Menelao de la que tan desesperada, ilusionada y decididamente había huido.

El amor miserable también puede ser perverso.

Existió hace muchos años una pequeña niña que habitaba en un castillo de Eslovaquia, consentida y culta. A los 15 años fue casada con un hombre que presumía en llamarse “el caballero negro”: violento y sádico. Sola, en una región desconocida, vivió con su horrible suegra protegiendo su nuevo castillo del enemigo, con el cual su esposo luchaba en la guerra. Sola, en una región desconocida, maltratada, conoce a un hombre que la inicia en las artes oscuras. Sola, en una región lejana, viuda, ociosa, dueña de todo lo que posee y rodeada de sirvientes a su disposición, Erzsébet Báthory se entrega a las garras del amor miserable hacía ella misma.

Obsesionada con la inmortalidad, la omnipotencia y la juventud eterna asesina, una por una, a lo largo de once años a más de 600 jóvenes vírgenes, que acudían por su propio pie al castillo donde habrían de morir, encantadas con el título, el porte y el personaje de la Condesa. Espeluznante, brutal y macabra, la Condesa Báthory vaciaba la sangre de sus víctimas en tinas que después esparcía por su cuerpo desnudo, culminando con una cena cuyo platillo principal consistía en los restos de una joven mujer acompañados por su sangre, a la luz de las velas. Mientras, a sus pies, el calabozo de su castillo estaba repleto de recipientes vivos de sangre.

El amor miserable que también es traicionero, la recluyó los últimos años de su vida a vivir en la oscuridad de un cuarto, apartada de todo contacto humano. La pregunta para Erzsébet Báthory no debería ser por qué hizo lo que hizo, sino si lo volvería a hacer, y ella, como fiel representante del amor miserable más hediondo, contestará que sí. Todos lo hacemos.

Pero ¿por qué el ser humano padece – y los hay que son asiduos – a este tipo de amor? ¿Por qué nos adentramos en una espiral dañina en todas sus manifestaciones y a veces combinaciones grotescas: eros, storgé, philia y ágape? ¿Por necedad, casualidad, placer, negligencia, ignorancia, inconsciencia o gusto? ¿Por qué, Helena? ¿Por qué, Báthory?

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