63. Bang, bang el humor

por Henoc Malvaroso

Imagen: Bang de FlexDreams.

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“El humor no nos salva; no sirve prácticamente para nada. Uno puede enfrentarse a los acontecimientos de la vida con humor durante años, a veces muchos años, y en algunos casos puede mantener una actitud humorística casi hasta el final; pero la vida siempre nos rompe el corazón. Por mucho valor, sangre fría y humor que uno acumule a lo largo de su vida, siempre acaba con el corazón destrozado. Y entonces uno deja de reírse. A fin de cuentas ya sólo quedan la soledad, el frío y el silencio. A fin de cuentas, sólo queda la muerte.” Humberto leyó en silencio esta cita de Houellebecq que le salió al azar, cerró el libro en cuya página dejó una marca porque pensaba que esa frase podría ayudarle para algo o que tal vez la meditaría en otro momento. Se recostó un rato y sintió como un pequeño terremoto, despertó y tomó agua. 

Tomó su arma, se paró de frente, ensayó una y otra vez la manera en que se desenfunda la 9 mm -o cualquier arma corta-, de abajo hacia arriba, a la altura del pecho, con las piernas medias abiertas para evitar que la fuerza te mueva, con los labios hechos trompa hizo el sonido bang, bang, y se sintió seguro, algo apuesto, jovial, con mucha sangre. Se rió un poco. Se enfundó de nuevo la Glock (y dijo “la mejor arma que Austria le ha dado al mundo”, citando algún relato de Rubem Fonseca) que su primo Roberto le regaló una vez que estuvo en Guadalajara. 

Abajo estaba el bullicio. Subía un fuerte olor, era pierna mechada aderezada con un toque especial de vino tinto. Podía saborear ese olor que Olga siempre imprimía a lo que cocinaba. Las niñas jugaban con el perro y en la habitación se escuchaba a Alejandro Fernández tocar Cenizas. Humberto se rascó un poco los huevos y luego se estiró los calcetines mientras coreaba “sólo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor”. Volvió a reír un poco y después les pidió a las niñas que hicieran menos ruido, que más bien fueran y abrieran la puerta porque seguro era su mamá y sus hermanos que iban a llegar a la cena de Navidad.

Tomó de nuevo la biblia que había dejado de lado cuando encontró el libro de Las partículas de Houellebecq, lo cerró y buscó algo en Isaías 9,1-6, pero nada, tenía que leer de nuevo el evangelio de Lucas 2,1-14. No sabía por qué, pero desde que decidió estudiar filosofía toda su familia pensó que sería una especie de seminarista y que por lo mismo su deber desde ese día en adelante era hacer la lectura y recordarles el sentido religioso de la Navidad; a veces a Humberto eso lo hinchaba de orgullo y siempre hacía su mejor esfuerzo, pero luego se dio cuenta que todo era en vano, que todo se trataba de una mera pose familiar. 

Dejó la biblia y volvió a meditar la cita de Houellebecq, puso la mano derecha sobre la cacha de la pistola tibia, un poco sudada, rugosa y con una textura más blanda de lo que un día pensó que sería. La acarició mientras dejaba en su lugar la biblia y Las partículas elementales. Volvió por un poco de agua y la sensación de terremoto que lo despertó le pasó, quizás fue por el vino que se tomó en la tarde, mientras ayudaba a Olga en la cocina. 

Dieron las ocho de la noche y le hablaron. Ya era hora. Bajó, rezaron, pidieron que se terminara pronto la pandemia y que les diera salud. Después vino la lectura del evangelio y pidieron que el niño Dios naciera en los corazones humildes de todos. Humberto les dio la bendición como si en verdad fuera un sacerdote y nadie se lo cuestionó, pues, en cierto modo, estudiar filosofía es lo más similar a un sacerdocio, incluso hasta se había vuelto una verdad la creencia de que Humberto también era célibe, aunque fuera un hombre casado, pues este hombre encarnaba una santidad para su familia. La persignación se hizo con estupendo mimetismo y ritualidad.

Dijo que volvería enseguida, que iba a usar el sombrero que había comprado en la Ciudad de México durante el verano y que, obviamente, por ser de piel de conejo, la mejor época del año para vestirlo era en invierno. Olga, muy emocionada, le dijo que sí, que subiera, que le parecía muy guapo, como un tipo rudo campirano. Él subió corriendo y le dijo que le avisara cuando la cena estuviera servida. 

Le avisaron, ya todo estaba listo y las cosas dispuestas tal cual las soñó. Les iba a demostrar que no era el lento que todos pensaban, el buen hombre que le creían, el señor de la paz y la no violencia que siempre le adjudicaron; les iba mostrar a lo que de a de veras se dedicaba: a ser el escudero de las tragedias de la vida. Estaba poniendo toda su fuerza para mostrar la mejor imagen de él. 

Bajó en botas, calzó bien apretado, con la funda para Glock a su costado derecho y sombrero de piel de conejo. Cuando llegó sacó el arma de abajo hacia arriba y a la altura del pecho con la trompa, apuntando a todos, las piernas medio abiertas, dijo “bang, bang”. 

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